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Hace poco más de 40 años, Finlandia tenía una economía empobrecida (básicamente maderera) y un pésimo sistema educativo, marcado por la mediocridad y la ineficacia. ¿Cómo esta nación, donde el 95% de los establecimientos escolares son públicos, fue convertida en una de las mayores potencias educativas del planeta, con elevadísima calidad de vida?
Conocer los valores fundamentales y las raíces de la historia es, para el rector finlandés Jorma Niemelä (2024), comprender la necesidad de transformación; descubrir las posibilidades de construir el mañana sobre aquellos. Una gestión exitosa y estratégica abarca historias y perspectivas de futuro, es sostenible, soporta discursos cambiantes y diferentes y, sobre todo, medible de cara al porvenir. Significa “captar el ADN de la institución educativa para ir más allá del entorno operativo académico”, de las aulas y los contenidos escolares encapsulados que, a toda marcha, van en transición.
La denominada modernidad educativa de nuestro continente corresponde a los mismos fenómenos socioculturales que abonaron el nacimiento del Estado criollo, fruto del período emancipador que ocupó la región durante el largo y turbulento siglo XIX, de liberación y construcción republicana. Una visión generalizada, por abarcadora, corre el riesgo de obviar diferencias y matices de cada nación; empero, existe un punto de clivaje donde, producto de iluminismo europeo del siglo XVIII (norteamericano del XX), arrancó el tortuoso desarrollo educativo continental.
Alcanzada la emancipación, repúblicas imberbes luchaban por destronar la pesada corona que, por 300 años, entronizó el feudalismo tardío y, con posterioridad, el positivismo metodológico. Pasábamos del colonialismo decadente al liberalismo burgués: desaparecía el monarca, pero persistían las sólidas murallas del absolutismo.
Dado que, con la independencia, el caudillismo encarnó, casi por osmosis, en los flamantes jefotes, las cicatrices fueron tenaces e imborrables las secuelas. La independencia nos separó de las metrópolis; la educación, herencia del proyecto, terminó atrapada en el cuerpo atrasado de la obsolescencia. José Martí percibió esa falta capciosa “entre desarraigo y mala imitación, que, para subsanarse, debería completarse con otra independencia: de las ideas, la educación y la cultura” (Escribano, 2017). Producto de la dicotomía, los modelos educativos incipientes quedaron obliterados dentro del cuerpo semi-patriarcal y unos sentimientos patrios, nacidos con los caballos, las espuelas y las espadas resplandecientes…
El ideal surgido, incongruente y dicotómico, en lugar de fraguarse como integrante genuino, trasladó las expresiones más retrógradas a la enseñanza nativa. El liberalismo en expansión recibía soplos del positivismo pedagógico que, para el contexto, apenas removió los cimientos petrificados y atados al espíritu de la nación. Cuesta evocar el impacto, la fuerza transformadora que atrajo la tesis (interrumpida) del incomprendido Eugenio María de Hostos en nuestra tierra.
Las luces del positivismo (opacadas por el caudillaje abrupto) fueron incapaces de iluminar el hondo desfase educativo que, mutatis mutandis, como hoy, permaneció supeditado a la voluntad gobernante. Tan amargo y desolador fue el atraso que, para finales del siglo XIX y principios del XX, 60% de la población latinoamericana era analfabeta. Buceando en las calamidades del estado industrial (pretendidamente desarrollista) y el frágil entusiasmo liberal, recalamos en los albores del siglo XXI, cuando el neoliberalismo, arrollador, se hizo acompañar de su más preciado soporte: la posmodernidad. La educación del período industrial (siglos XIX y XX) llamada a instituir la “escolaridad” del alumnado, había culminado.
El nuevo paradigma, distribuido, interconectado, forjado ante todo para una época compleja y distinta, marchó -dice Tony Wagner (2018)- hacia otra forma de cognición, la era de la innovación.
La escuela actual, institución central y ambiente de realización pedagógica donde “se ayuda a aprender”, tiene enfoques radicalmente distintos para sujetos muy distantes del arcaico escenario industrial. Escuela y maestro consienten roles y discursos epistémicos escindidos por otra escala de valores culturales, mediados por la disrupción y el enorme desencuentro escuela/vida, gracias al empuje tecnológico (inteligencia artificial) que además de la cuadratura del espacio físico, rompió también los linderos del conocimiento tradicional.
Finlandia, “el país que probablemente ha hecho mejor las cosas”, ilustra que, de cada 100 aspirantes a docentes, sólo el 10% alcanza la meta. Todavía la luz del maestro es fuente primaria de inspiración en el paradigma de innovación, investigación y desarrollo. Pero su inversión -a largo plazo- requiere inmensa creatividad, riqueza conceptual y ética en cada fase del entendimiento.
Por sobre la vastedad que implanta la tecnología, los retos esenciales de la educación continuarán siendo equidad, ética y calidad. El recinto vertical y tieso, como las tiranías, acaso fomentará la estupidez en masa organizada.
Soslayando pretéritos desconsuelos y gastados eufemismos, este momento impone (como hizo Finlandia) una radical transformación; más que del aprendizaje, de la mentalidad y del talento crudo de la nación…
@nieves_rd
@doctornieves
nievesricardord@gmail.com
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