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jueves, 17 de abril de 2025

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¿Y qué nos salva del sufrimiento?

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A la espera de una inflamada investigación y los resultados concluyentes que, con los ojos del país sobre su cabeza, deberá rendir la Procuraduría General de la República, arruinado todavía por la tragedia de la discoteca Jet Set, una semana después, pretendí adentrarme (sin garantías de alcanzarlo) en las entretelas de la que es, probablemente, la categoría existencial más punitiva y devastadora: el sufrimiento humano. Encaramados en la cresta oscura de su inclemencia y atentos a los giros desobedientes de la razón humana, aun buscamos, desconsoladamente, respuestas y explicaciones para 231 vidas aplastadas en los escombros.
Podemos describir las estructuras del sufrimiento, pero jamás suprimirlas o evitarlas. Sufrimos sin comprender por qué, sin deber nada a cambio y sin ninguna deuda pendiente con la mera la existencia. La agonía, ciega y tormentosa, puede darnos una momentánea y relativa tregua, sin embargo, desplegada su oportunidad, corre dentro de nosotros, presta a la mayor desolación.

Dado el reflector que despierta el sufrimiento, irritado, nuestro cerebro lucha más por evadirse de aquel que por beneficiarse de alguna satisfacción o recompensa, llámese alegría, placer o felicidad pasajera. Más por la utopía de conseguir la serenidad que por la flor errante que nace y muere en el capullo temporal del placer, la máquina neuronal pelea frente al sometimiento punzante que, como aguijón demente, la embiste y abate.

No es la ira de Dios, encono de la naturaleza ni desdén de los opioides y tranquilizadores naturales, sino la cruda condición biológica que, incisiva y a oscuras, dictamina la tirria de una aparición fortuita o premeditada.

Describir el sufrimiento, desde el núcleo mismo del dolor, es una dualidad opresiva y enojosa. Vagamos, como si emprendiéramos una excavación profunda del yo, y terminamos buceando en los agujeros insondables de la nada. Puesto que el silencio de lo innombrable puede horadar el alma del penitente, mientras la razón, desarmada e inerte, pende temblando.

Poco determinan la fortaleza y la templanza, que, dicho sea, bastante colaboran en los críticos instantes de la desazón; cierto es que ninguna virtud alcanza para salvaguardar al corazón de la amenaza infamante que deja la herida abierta del pavor. Es una carga -según Albert Camus- impuesta por la absurdidad que pronuncia la nada ante la miseria inabordable y perenne del mundo.

Un detritus ciego, ensordecedor; espiritual, biológico y circunstancial. Donde lo intelectual y lo razonable carecen de valor para confrontar la calamidad humana cuando esta ha decidido asaltar nuestra existencia. Quizás, desmesuradamente, lo evidenció Emil Cioran en “las cimas de la desesperación”: la agonía no respeta al silogismo y la desesperanza del infortunio es más reveladora que cualquier pensamiento sutil, íntimo o lírico.

Delante los hechos monstruosos, engendrados por la infamia del Holocausto, Hanna Arendt catalogó la degradación completa del plano ético que, con frecuencia puede hacerse común, llamándola “banalidad del mal”. Desde entonces, repetimos al unísono, de forma casi mecánica, que el mal forma parte de la “condición humana”.

Pero, la existencia del mal está precedida de una voluntad, de una regla perniciosa, programada; el sufrimiento, en cambio, llega mudo, con su halo críptico que priva al mundo de toda objetividad. La maldad, parece un contrasentido, posee un motor avieso, persigue un fin nocivo y hace padecer al elegido; el sufrimiento, en cuanto tal, dimana de lo inútil, no implica propósito alguno y adolece de cualquier motivación: sufrimos sin más ni más, no hay otra espera, finalidad.

En el pico desesperante del sufrimiento, cúspide de la aflicción, ninguna función cumple la lucidez, la excusa cósmica o la santidad. Tampoco existe teoría, doctrina o misión de fe que puedan exorcizar la razón de la tribulación que, impensada, atraviesa al penitente y su vulnerable humanidad.

El sufrimiento -aforismo de Cioran-, es un abismo dentro del sinsentido proverbial, vacío de significado y nula atribución, porque toda tortura al ser humano rebosa la malignidad y vocaliza el silencio de aquello que aniquila cualquier justificación. Inconfundible, con propiedad, Albert Camus estableció que, frente al dolor, el universo continuará siendo indiferente, inerte para cada interrogante, exento de total provocación.

A pesar del sufrimiento, aguijoneados mil veces hasta el mismo corazón, nuestro mayor y único incentivo, para permanecer vivos, seguirá siendo…el amor.

CC_20230525_074432Por: Ricardo Nieves,-
@nieves_rd
@doctornieves
nievesricardord@gmail.com

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