❝Libre-Mente❞》》》
De rigor con la costumbre, he leído una reflexión editorial en este diario, correspondiente al domingo 8 de diciembre, sobre la “transformación de la comunicación en la era de los teléfonos inteligentes”.
Cambio colosal que, entre líneas, describe y pronostica una tendencia inquietante y desoladora. Del imparable descenso, o lo que sería peor, del reemplazo habitual que pasmosa y silenciosamente sufre el diálogo humano.
Casi sagrado, tejedor de cercanía y reciprocidad, desde la noche oscura del silencio intolerante, el diálogo reparó los puentes primigenios de la comunicación y la convivencia humanizada.
Diré, como muchos deberán sospechar, que la palabra diálogo entraña un hermoso monumento semántico, cuyo alcance y relevancia trascendió, favorable al destino humano, su propia raíz etimológica. Camino privilegiado y propio en el cual se podía expresar el discurso filosófico, pues, implicaba un conversar, discutir, preguntar y responder entre personas asociadas en el común interés de la palabra. Su enmarcada superioridad, con desciframiento más o menos claro, abarcó todas las formas de la dialéctica.
Fiel a ese espíritu de valía y versatilidad, recuperé -de Abbagnano (2016)- la orlada liturgia de este sustantivo iluminador y esencial. Pero ahora no contamos con garantías suficientes que puedan detener su amenazada identidad semiótica y el agravado estado de transición y decadencia que impone el ritmo avasallador del smartphone y su Santo Grial: la comunicación digital.
El idioma de los teléfonos inteligentes nos convida, reanimados, a percibirnos pequeños dioses del reino de la pantalla. |
Del diálogo nació la tolerancia filosófica y religiosa frente a otros puntos de vista. En proyección y reconocimiento de su equivalente legitimidad y como buena voluntad de entendimiento razonable.
Virtudes de una herramienta que, para suerte de la humanidad, emigró del pensamiento griego al moderno y atravesó la edad contemporánea hasta conservar un valor normativo eminente de convivencia, razonamiento e investigación. Genuina configuración de puente, vínculo y unión que remiten a una estimación incuestionable y perenne: su irrefutable propiedad no está subordinada ni limitada al embrión etimológico ni al cambio inminente que, como hubo de suponerse, sufriría ante las contingencias del pensamiento fluyente.
De hecho, la dialéctica, derivada de la misma raíz, no posee interpretación unívoca y admite, diversamente emparentados, significados distintos y variados.
Además de técnica de indagación (método socrático), Platón la instituyó como “actividad propia de los hombres que viven juntos y discuten con benevolencia…en comunidad y libre educación”.
La crisis del diálogo, si así pudiésemos llamar a este evento transformador y disolvente, descubre, sobre cualquier otra suposición, que el silencio agobiante del lenguaje responde a la presencia hegemónica del ChatGPT, que escribe y habla por nosotros.
El campanazo de la “esmartización de la vida”, ideograma de una máquina que nos orienta y dirige a su serial y palpitante antojo (Sadin, 2024).
Sustituyendo lo intrínseco del lenguaje humano, que nace de la tensión entre el léxico y las reglas gramaticales, envolviéndonos en la incesante relación de presente veloz y devenir inacabado.
Fue la eclosión (2007) de un aparatito innovador que de suyo cambiaría todo, el iPhone. Garantizando conectividad rápida y constante, interfaz táctil y geolocalización. Su capacidad para integrar todas las aplicaciones nos conducirá y dirá, paso a paso y a largo plazo, qué debemos ver y decir, involucrándose en nuestra vida íntima y cotidiana.
Con la inteligencia artificial (AI) alcanzamos la fase que Sadin denomina “shintoísmo algorítmico”: consumidores entusiastas de un objeto útil, convertidos en fieles creyentes de una religión portadora de su propia jerga de fe. (Shinto, en japonés, indica el camino de los dioses. El idioma de los teléfonos inteligentes nos convida, reanimados, a percibirnos pequeños dioses del reino de la pantalla).
A partir de la AI, el lenguaje plantea la contradicción de dos dominios simbólicos, radicalmente dispares y opuestos: lo verbal y lo icónico.
El utilitarismo económico terminó por instaurar un utilitarismo de las relaciones, marcadas por la eficacia y la tecnologización, donde nos arrojamos en frío y sin resistir. Separados de los cuerpos, de la presencia y el calor afectivo de los otros, la pura apariencia convertida en realidad, prevalece.
Porque lo espectral -concluye Sadin- reemplaza no sólo lo simbólico, sino la práctica y la presencia de lo físico, haciendo la vida cada vez más etérea...
¿Cómo dialogar en un entorno espectral donde el símbolo suplanta tantas palabras que dejaron de ser habladas?
El fenómeno, antropológico y civilizatorio, llega más allá de la adicción a las pantallas y pauta una redefinición de las relaciones con los demás, con lo real, con lo humano...
Por: Ricardo Nieves,-
@nieves_rd
@doctornieves
nievesricardord@gmail.com
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